1888-1928
Nació en San José, el 9 de marzo de 1888, en un ambiente histórico precedido por ideas liberales y positivistas en el campo de la cultura y la educación.
Hizo sus estudios secundarios en el Liceo de Costa Rica donde obtiene su bachillerato en Ciencias y Letras. Inicia un período de crítica y de ideales políticos orientados hacia la justicia social. En 1908 se matricula en la Escuela de Derecho, y se gradúa en 1911.
Después de finalizados sus estudios de enseñanza media hace amistad con los profesores Roberto Brenes Mesén y Joaquín García Monge, de quienes recibirá orientación en su estructura cultural y espiritual, contribución y amistad que duró toda la vida.
La figura intelectual y humana de Omar Dengo es una de las más lúcidas y vigorosas en la educación de Costa Rica. Fue profesor del Liceo de Costa Rica, maestro rural y educador de obreros en el Centro Germinal. A la caída de los Tinoco, en setiembre de 1919, es nombrado director de la Escuela Normal. Su labor docente en esta institución comenzó en 1915 como profesor de sociología educacional, primero en obtener esta cátedra en un colegio hispanoamericano. Su entrega y brillantez como director, cargo que desempeñó durante diez años, lo hicieron acreedor al calificativo de “Maestro de Maestros y educador de un pueblo”.
Cultivó con distinción el periodismo, dejando impreso su pensamiento sobre asuntos sociales, políticos, educativos, literarios y filosóficos en numerosos medios informativos, principalmente en la Revista de Educación de la Escuela Normal y en La Obra, de las que fue director. También hizo contribuciones al Repertorio Americano.
Falleció en la ciudad de Heredia el 18 de noviembre de 1928, siendo director de la Escuela Normal, rodeado de familiares, amigos y discípulos. Sus funerales fueron en la Iglesia Parroquial de Heredia y fue sepultado en el cementerio de dicha ciudad.
Fue declarado BENEMERITO DE LA PATRIA por acuerdo Nº 973 de 6 de octubre de 1969.
Omar Dengo con su padre don Manuel Víctor Dengo
Omar Dengo Maison. Ensayos Críticos: Los Patillos, Pesimismo, Mi
anarquismo claudicante, Mira y pasa.
By Benedicto Víquez Guzmán
LOS PATILLOS
En estos tiempos ha habido
ocasión de hablar mucho acerca de los "patillos", - que acaso no
sean los mismos pintorescos conchos de Aquileo-. Pero poco nos hemos
preocupado por comprender realmente qué significan dentro de la vida
nacional. Y lo que más nos importaría conocer, quizá se ha manifestado a
plenitud en los acontecimientos que han dado pie a que anden los
"patillos" de lengua en lengua. Los más se han conformado con reír
sabrosamente a costa de ellos; otros han anotado lo que solemos llamar su inconsciencia,
ya lamentándola, ya para reprochárselos despectivamente. Mas lo que hace
falta y con urgencia, la actitud inquisitiva, la preocupación, el ánimo de
acción la determinación de determinar y afrontar problemas, - todo eso, de
donde se originan las empresas de construcción cívica y social,
todo apenas si asoma tras un raquítico florecer de observaciones.
Y a nadie parecerá osada ni nueva la afirmación de que los
"patillos" plantean ante el país el mayor problema. Porque
ellos constituyen el país; porque son la materia con que se va construyendo,
la fuente primordial de sus fuerzas vivas; la substancia y al tiempo el poder
que la plasma y la conforma a un plan. Hay un grave error, muy peligroso, en
imaginar a la masa campesina como algo adherido simplemente a la vida urbana
y sin contactos íntimos, profundos, con ella; sin capacidad determinante, -
en todas direcciones- de las formas que aquella afecta. Es precisamente tal
error el que se ha hecho palpable en los acontecimientos recientes.
Vengo viviendo entre
"patillos" desde principios del año y algo de cerca los he mirado.
Mucho, a través de sus hijos, éstos que al amparo del tiempo serán si no
patillos, cosa semejante, a la cual, en su hora, le dará el nombre
conveniente, sabia e irónica, la observación popular. He visto al padre, al
peón, al ciudadano, al hombre, superficialmente sin duda, pero tal vez en una
amplia superficie.
He visto a ñor Juan
Portugués, octogenario jugador de gallos, gran conversador y a quien
agradezco el encargo de llevarle su correspondencia y
contabilidad; a Ramón Rojas, petrimetre del caserío, que adorna el
sombrero con una pluma de pavo real; a don Raimundo, de cepa de patriarcas,
padre de una buena chiquilla que me obsequia margaritas; a Florinda, Débora y
"demás muchachas del barrio", a los mozos afamados, a la comadre
que heredó los menesteres y secretos de la Celestina, a Pancha, el vagabundo,
a ñor Nicolás, el avaro: en suma, toda una población tica de peones que vive
a la sombra del cafeto como éste bajo los guamos. Y he escudriñado con cierta
devota curiosidad los repliegues de su alma en busca de mi país.
¿Qué sé de todo ello?
Limitaríame a declarar que ignoramos totalmente a los "patillos";
los que pretenden haberlos observado y nos mienten una "Psicología del
campesino costarricense", son quizá los que más profundamente los
ignoran. Aquileo, González Zeledón, García Monge, han visto, es decir, han
sentido, pero no basta su obra a proyectar la visión de esta callada
tragedia. E ignorarlos es ignorarnos; ignorar la historia, desconocer la
actual situación y carecer aún de un presentimiento siquiera elemental acerca
del porvenir del país. Y esta ignorancia acarrea incapacidad del
adiestramiento para el progreso, vale decir, incapacidad de educación y por
lo mismo, de autonomía. Esa ignorancia explica, en mucho, que la actuación de
los más aptos gobernantes haya sido superficial, sin arraigo en las entrañas
de la nación, la cual, en un ambiente de civismo propicio a la libertad, ha
podido conservar, con el ardor primitivo, la indígena sumisión al cacique. La
empresa civilizadora se ata a todas las probabilidades de fracaso mientras
por ignorar al país se mueva, como hasta ahora, por un impulso ciego a las
reales y vivas necesidades, ciego ante los verdaderos problemas. Y el país
como sin exageración hemos dicho, lo constituyen los "patillos".
Por todo lo cual conviene
insistir en la necesidad, en el deber de estudiarlos. Estudiarlos de cerca,
dentro de las perspectivas de su vida, en sus hogares y faenas, en las
relaciones en que los comprende la vida pública; estudiarlos sinceramente y
con ánimo de hacer historia viva,folklore dinámico, no
documentación de archivo ni colección de museo, sin deformar sus hábitos y
costumbres, sin exagerar o mutilar sus creencias y gustos, sin suplantarlos
ni disecara en diccionarios pedantes su lengua. Crear, vigorizar y
renovar los medios de comunicación directa con el alma campesina. Dejar de
imaginarla y mentir; romper la tradición de observaciones y
generalizaciones estereotipadas: todo aquello, tan vacío, de
"nuestro pueblo", adjetivado al capricho de interesados y
momentáneos entusiasmos. Todo eso es literatura de Congreso y de
"editorial", que es decir, por lo común, lastre, peso
opuesto al vuelo de las ideas, al decurso y encauzamiento de las
constructoras corrientes de opinión.
Otra que concierne a los que
presumen de interesarse por el bien público, a los pintores de costumbres, a
los historiadores, a los que enseñan geografía e historia patrias, a los
maestros, a los que pretenden hacer política de ideal, etc. En cierto modo,
de preferencia a los maestros, porque a la escuela incumbe directamente la
formación del espíritu cívico, y porque es una tarea de reconstrucción, lo
primero sería rectificar la escuela rural, para sustituir las instituciones
simuladas con que hemos venido engañándonos. Obra, además, urgente, porque no
en vano esperamos oportunidades a que atribuimos la posibilidad de provocar
transformaciones nacionales.
Rastrear, buscar al país en
la vida de "patillos" y a éste en aquella, donde su sangre es la
sabia con que concurrimos a la florescencia de este milagroso árbol del bien
y del mal: la civilización.
PESIMISMO
Lugares comunes son los que
a este propósito podemos decir. Pero hay lugares comunes que conviene repetir
frecuentemente.
No hagamos jamás confesión
de pesimismo, ni siquiera tácitamente, y perdónese el tono dogmático de tal,
recomendación. No le demos al pesimismo, declarándolo, oportunidad de
enriquecer su fuerza. Nos daña a nosotros y daña a los demás. Es fuerza
destructiva, tremenda. Como los monstruos que engendra el miedo en la
imaginación de los niños y que crecen o se multiplican en la sombra, en la
medida en que el miedo crece, así, a costa de su afirmación, aumenta el
pesimismo.
Es a manera de una
tuberculosis moral contra la cual hay que luchar vigorosamente. Y quizás
realmente sea peor que una verdadera tuberculosis. Recientemente hemos leído
una serie de opiniones de médicos a los cuales les parece que entre las
causas del cáncer figuran los estados mentales que suponen depresión.
Como actitud filosófica
puede ser explicado dentro de ciertos estrechos límites. Algo hay en él del
dolor del pensamiento en presencia de las cumbres inaccesibles. El
pensamiento sufre por la ausencia de las alas. Hay algo en ello del sentimiento numinoso que
dijera Rodolfo Otto. Pudiera ser lo numinoso en el pesimismo aquello en que
éste se expresa como desconfianzas que es más bien desesperanza o desencanto,
en la cual hay, para llenarla de dolor, una copa vacía. En aquellos místicos que
hacen del dolor su plegaria y así en consuelo, la copa se convierte en cáliz.
Grandes vidas, grandes
liras, sufrieron a veces dolores tan hondos, de tan sutil naturaleza, que o
no pudieran comprenderlos o no pudieran soportarlos. No a todos les dio la
vida aquellas fortalezas de quienes emprendieron a sacar de su dolor su obra
y su gloria. Miguel Ángel o Beethoven, por ejemplo.
Acá, en la menuda vida de
todos los días, quien busca las fuentes del pesimismo suele encontrarlas en
el terreno de lo patológico, y rompe así las más románticas ilusiones con un
escalpelo cruel. Cansancio, desarreglos metabólicos, neurastenia, etc., -dirá
a veces el médico; el endocrinólogo se empeñará en advertir trastornos del
funcionamiento glandular; el psicoanalista querrá encontrarlo en la historia
brumosa de la vida subconsciente. ¿Aciertan? ¿No aciertan? Cuestión de
debatir, extensa y complicada. No falta quien hable del temperamento
pesimista, ni quien lo atribuya a la influencia estelar.
Difícilmente hay en nuestros
días un tema cuyo desarrollo haya conseguido mayor difusión que el combate
contra el pesimismo. Abundan las escuelas y cátedras de optimismo, sobre todo
entre los americanos del Norte. Ellos hicieron famoso a Emilio Coué y como
éste, hay más de cien mil en aquél país. Se diría que el optimismo representa
una de las urgencias de la época. O para hablar en la lengua de aquel raro
Mack Stauffer, que el optimismo concuerda con una de las urgencias cósmicas
de nuestra época. El simbolismo del hombre fuere, dominador, agresivo, que
domeñó su voluntad, que conquistó el miedo, que pasa por sobre la duda, que
posee inalterable confianza en el porvenir, que sonríe en la seguridad de la
victoria de sus aspiraciones, es hoy símbolo constante. Son discutibles las
finalidades, especialmente cuando las señalan los yanquis; oro, oro, poder.
Pero la actitud quizás no sea igualmente discutible. Al contrario:
aconsejable.
Se ha dicho que existe el
deber moral de ser inteligente. Parece que más claro el deber de ser optimista.
En el peor de los casos sería una regla de buena higiene.
En el caso de Costa Rica, a
los que han viajado, a los extranjeros, les hemos oído decir que es un país
de gente triste, de gente perezosa, de gente pesimista. Terribles
combinaciones. De ser ciertas, siquiera en escasa porción, sería urgente l
tarea de combatirlas con la mayor energía. Habría que poner a contribución
todos los medios de favorecer la eclosión del optimismo. Es posible el
esfuerzo. Eufrasio Méndez indica los deberes que en ese sentido puede tener
la escuela pública. Está bien, pero no olvidemos que ella misma se encuentra
rodeada de un mar de circunstancias depresivas, contra las cuales, -hija del
ambiente como es- poco puede hacer. Mas, debe hacer todo lo que pueda.
Tenemos que contar con la
cooperación de los hombres de más capacidad para influir en las opiniones,
con los hombres públicos, con los altos funcionarios, con los escritores, con
la prensa.
Se ha acusado de pesimismo
al señor presidente. A veces parece ser pesimista, en realidad, seguramente
por su deseo de que los hombres e instituciones ostenten una vida digna de un
país grande. Pues bien: juzgamos que un Presidente no debería dar nunca la
impresión de ser pesimista. Que hable de las grandes dificultades, de sus luchas,
de sus derrotas íntimas, de sus ensueños rotos, es conveniente, porque todo
ello contiene enseñanza, pero ojalá que pueda hablar siempre de tal modo que,
por encima del turbión de amarguras, resplandezca la esperanza. No tienen
siempre idea los Presidentes de cuánto pueden influir sus palabras en el
criterio de los ciudadanos. ¡Cómo andará la República, -decían el otro día en
las calles- cuando el mismo Presidente no cree en ella! Porque al Presidente
se le atribuyen siempre dones maravillosos: todo lo sabe, todo lo ve, todo lo
puede.
Y cuando el Presidente es el
señor Jiménez, es mayor la razón para reconocer su influencia y mayor la
razón para atribuirle dones excepcionales: el país ha sentido la presencia de
ambas cosas. Es pues mayor la razón, también, para desear que sus palabras
aporten fe, como aportan luz.
¿Qué les amarga el ánimo a
los Presidentes, qué les infunde desconfianza? Lo sabemos: los planes rotos,
las mentiras, los fraudes, las ineptitudes, las groseras ambiciones, -toda la
turbamulta de errores, intereses y pasiones que desde su altura contempla un
mandatario. ¿Quién en su posición, por oscura que sea, no mira un espectáculo
semejante proporcionado a la altura desde la cual contempla el contorno? Pero
¿no es que solo ese espectáculo puede mirar? Al frente se extiende el otro:
el de los aciertos, el de los esfuerzos generosos, el de las luchas honradas,
el de las aspiraciones limpias, el de las vidas ejemplares, el de la
cooperación desinteresada?
Y, además, tendríamos que
convenir, deponiendo vanidades, -pues no hay otra manera de ser sinceros- en
que es perfectamente posible que mucho de lo que en torno nuestro se revela
como fracaso o como obstáculo, sea simplemente la sombra que nosotros
proyectamos, o la consecuencia, en parte, de nuestra propia obra, por mucho
que hayamos querido y deseemos realizarla con nobleza y diestramente.
Por lo común fundan sus
afirmaciones los Presidentes en la observación de las masas, y a éstas les
acontece precisamente o opuesto: fundan sus afirmaciones e inspiran sus
actitudes en la observación de los gobiernos. Se dice que no es lo
mismo ver las cosas desde arriba que verlas desde abajo. Si tal razón existe,
tanto vale para aplicarla en un sentido como en el inverso. Y tratándose de
saber quién puede ver más, probablemente llegaríamos a sostener que los
hombres situados en las alturas. Y más todavía, si esos hombres tienen la
altura en sí mismos, es decir, en su propia visión superior.
En ningún caso debería
justificar el desencanto a la inacción. Las lamentaciones son
justificables, desde este punto de vista, por la experiencia que contienen.
Una vez recogida la experiencia, es decir, convertida en luz la amargura, hay
que aplicar la luz para buscar los rumbos y seguir adelante.
Felices seríamos los
pequeños hombres, los hombres oscuros que vivimos consagrados a modestos
menesteres, si pudiéramos disponer de las fuerzas que tienen a su alcance y
en la mano los hombres superiores. Con solo el respeto, con la simpatía que
un Presidente mueve, es posible, sobre todo, si el hombre es grande, trazar
carriles fecundos de acción constructora. Las medianías se moderan en su
indiscreción, las cobardías se refrenan, las ansias voraces de lucro se
contienen, los intereses ruines disimulan su lucha, los odios se limitan,
todo cede algo de su fuerza enfrente del hombre grande. En cambio, lo noble,
lo generoso, lo que es capaz en alguna manera de destellar, acentúa en
presencia de ese hombre su entusiasmo y su actividad, porque siente el
estímulo, porque siente el apoyo, porque encuentra la justificación de su
esfuerzo.
Todos somos grandes en
cierta medida y en alguna dirección. Algo hay en nosotros siempre dotado de
grandeza: una habilidad, un deseo, un hábito, un ejemplo, un pensamiento.
Algo hay siempre. Y siempre hay cerca de nosotros alguien en quien nuestra
modesta grandeza puede reflejarse para ser impulso o ser lección. La simple
palabra cariñosa que ahora le digo a mi niño mientras pongo en su hombro mi
mano, es toda una espléndida fuerza creadora. El niño sonríe. En ese momento,
la vida tiene para él un matiz, al menos, de sus grandes alegrías de Navidad.
Y la sonrisa sirve de pretexto para que le llegue al corazón un rayo de
sabiduría.
MI ANARQUISMO CLAUDICANTE
Ojalá pudiera florecer mi
vida en las bellas excelencias que se me atribuyen.
Con muy poco más vengo a ser
yo, en el concepto exagerado de La Prensa, el fundador del Partido
Reformista. Sus ideas, dicen ellos, nacieron en gran parte de una siembra
que hice yo, años atrás, en elCentro Germinal. Siembra fecunda a lo
que parece. Solo que fueron muchos los sembradores y mis manos apenas si dejaron
caer alguna simiente.
La simpatía con que se me
honraba, no obstante ser escasa mi edad y excesiva
mi ignorancia, me permitía ser oído por los trabajadores. Y, es
claro, cuando advertía que mi opinión tenía ante ellos un prestigio, la
vanidad o el entusiasmo, -no lo sé bien- le daban a mi voz la entonación de
la voz del maestro. Pero esta voz no se levantó nunca para
enardecer las concupiscencias del instinto, sino que siempre se
esforzó por llegar en lo alto, como un penacho, una idea. Si algo hice, más
pretendí enseñar que intenté exaltar pasiones. Y si alguna vez acaricié los
leopardos de la pasión, nunca fue para uncirlos al carro de mis egoísmos. No
rehuí tampoco las más graves responsabilidades, no esquivé los riesgos, no
negué los sacrificios. Modesto todo, si se quiere, pero todo generoso. Toda
mi primera juventud, con su ardor de fuego, estaba allí palpitante y bella,.
Ella se expandía en una
vasta ansiedad de luz, y su sed se llenó con el fulgor rojo de aquel fuerte
pensamiento demoledor que agitaban los Kropotkine, los Gorki, Luisa Michel y
cien príncipes más de la Revolución Social. Era la hora del anarquismo en el
mundo y las más fuertes juventudes empuñaban el pendón rojo. En el
continente, los Lugones y los Ingenieros, en la Montaña, nos habían dado con
Ghiraldo y Ángel Falcó, el ejemplo.
¿Qué hice yo allí? Leer,
pensar, soñar, amar la justicia y la libertad; crecer y, lo confieso, hasta
blasfemar. En el fondo, buscar en mi conciencia, poblada de lampos rojos, al
hombre que en mí pudiera servirle a su país, sencillamente, en el corazón de
los humildes entre los cuales nací con el dolor con que tantos de ellos
vienen al mundo.
Y hubo momentos
preñados de tempestad. El país no se daba cuenta de aquella
silenciosa ebullición de ideas, que era como una colmena en mitad de la
pampa. Pero, sin embargo, pudo haber estremecido al país. Las audacias
llegaron a ser muchas, las responsabilidades gravísimas, y solo la
casualidad, oportuna y sabia, pudo evitar a veces que de las ideas surgieran
las llamaradas. ¡Bárbaro error! Mas no ha llegado ni llegará nunca, por mis
labios, la voz delatora de las revelaciones.
¿Qué hacían mientras tanto
los más de los trabajadores y qué hacían muchos de los que más cerca de mí
estaban? Aquéllos, combatirnos, éstos, salvo muy raras excepciones,
desconfiara y dudar, en la creencia de que la gestión de los que predicábamos
buscaba arteramente alguna prebenda. Don Omar, como me llamaban, quería ser
Diputado. Como se el camino, en aquellas circunstancias, hubiera podido ser
ellos. El camino estaba claramente trazado en el seno de las Directivas de
los Partidos Políticos. No en aquello que iba contra esto. La vida que
después he hecho les ha demostrado que no buscaba curules.
Pero, desgraciadamente, ésta
ha sido una característica de la actitud de nuestros trabajadores, en la
mayoría de los casos. Si alguien los llama para servirles, es que quiere
engañarlos; si los llama para servirse de ellos, entonces acuden sin
vacilaciones. Uno tras otro, casi todos los hombres que aspiran a ayudarlos
en la solución de sus problemas, han terminado por alejarse de allí
maltratados y desencantados. Y no se diga que a tales hombres les faltó fuerza
para sobreponerse a las desilusiones, sino que les faltó ambiente para
construir una obra útil. Las dificultades primeras suelen presentarse una
vez que para plantear los problemas como realmente son, hay necesidad de
apelar a la franqueza y declararle a los trabajadores cuáles son
sus derechos, pero también cuáles sus deberes; cuáles sus méritos, pero
también cuáles sus defectos; cuáles sus aspiraciones legítimas y cuáles las
bastardas.
¡Cuántos de los reformistas
pertenecieron al Centro Germinal! ¡Cuántos lo combatieron!
¡Cuántos fueron desleales! ¡Y hoy todos vienen a reclamarme mis palabras de
entonces!
Si me diera por preguntar
concretamente cómo se justifican las actitudes de mis compañeros, en
diferentes ocasiones posteriores a la muerte del Centro, no terminaría en
pocos momentos la ingrata tarea. Mas nunca he querido empequeñecer mi mente
en la búsqueda estéril de contradicciones a las cuales imputar... Abandoné
la tribuna del taller y vine hacia la tribuna del aula, a servir a los humildes. Los
puestos, puedo demostrarlo, no los solicité. Me llamaron a ellos. Comencé a
trabajar con un sueldo de treinta colones y si hoy recibo uno que puede
juzgarse lujoso no lo pedí, que lo pidió para mí un grupo de profesores. Y
cuando ha habido que trabajar sin sueldo, así he trabajado. Con la misma
devoción con que trabajo, en posición ostentosa, en la Escuela Normal,
trabajé en posición oscurísima, en la escuela primaria de la Caja.
Mal aquí y mal allá, no lo
dudo. Lo que no logro encontrar son los rastros de la conveniencia. Si otros
los encuentran, pues que se deleiten convirtiéndolos en escarnio. No les
envidio la faena.
Dos veces he tenido en mis
manos la Dirección del Liceo de Costa Rica y dos veces he preferido la que
ahora desempeño, dando por razón que prefiero trabajara al servicio de los
hijos de los obreros y de campesinos que desde todos los
ámbitos vienen a la Escuela Normal. Y dentro de ésta, nada me
satisface más que lo de saber que la señorita más rica y más distinguida y el
varón más pobre y de más modesto origen, en mi espíritu son hermanos.
Y cambié de ideas en otro
sentido. Llegué a creer que el odio y la violencia, la bomba y la daga, y la
llama, no resuelven nada. Nada que pueda ser permanente.
Llegué a creer también que
redimir al hombre de la miseria, sin redimirlo de la pasión, y del vicio y de
la ignorancia, no es ninguna seria solución de ningún problema.
Como llegué a
creer que el mal más hondo, el profundo mal donde se forja la tragedia
humana, no radica en la diferencia entre ricos y pobres, sino que arraiga
tenazmente en la actitud del espíritu la cual, para mí, está determinada por
designios cósmicos que no conocemos. Para mi pobre misión de ahora, el
problema está en si el miserable o el potentado tienen el corazón
independientemente de si poseen bienes, atado a los impulsos del egoísmo, de
la avaricia, de la crueldad, del mal, en suma.
Pero interminables se
tornarían estas palabras, si hubiesen de explicar todas las mutaciones de mi
criterio y las amplias razones que las motivaron.
Es verdad que el régimen
capitalista está cargado de yerros, pero no lo están menos los sustitutos
revolucionarios. Y en ambos sistemas, a más del error, suele haber infamia.
Ni Philip Snowden, en el Parlamento Inglés, ni Clemenceau ni Mussolini,
tienen en la mano la clave de los destinos humanos. La cadena puede responder
a una verdad, con su estridencia, tenebrosa, como la tea puede responder a
una verdad, con su fulgor libertario; pero ni aquélla mantiene atada, ni ésta
ostenta encendida a la definitiva verdad subyacente en las naturales
necesidades de donde los conflictos sociales emanan.
La dictadura del
proletariado, apenas es el régimen capitalista invertido. Si
remedio de un instante, remedia entonces el mal transitorio. Si doloroso
comienzo necesario de una permanente transformación, no hay experiencia
social ninguna, en el curso de la historia, no hay fundamento en lo que de la
sociedad se sabe, que autorice a confiar en los resultados de aquel
desarrollo, ni garantía de que la pretendida permanencia pueda constituir una
realidad.
Son hermosos, no obstante,
los leones de Lenin desgarrando sin piedad las entrañas del zarismo.
Bárbaros, a veces, a veces iluminados, mitad bestias y mitad profetas, no dan
hasta ahora ejemplo, sino de lo que puede la garra, pues de la sangre que
ella derrama no logra todavía brotar la luz. El caso de Rusia no
puede ser ejemplo ni lección. Si el soviet es algo ideal, sus supremas
bellezas se pierden en medio de tanto monstruoso horror. Y si fuera
la verdad absoluta, solo por ser sangrienta valdría la pena negarla. El
Dios de Moisés era Dios y en nombre de Dios lo negó Jesús.
Creo como ayer que los
intereses del obrero y más que éstos, mucho más que éstos, los del campesino,
deben merecernos una intensa atención, fervorosa y leal. Mas no que sus
problemas se remedien con repartir las tierras del señor Soto o los caudales
del Sr. Keith. Con estos bienes se pueden hacer obras de caridad a lo sumo.
Lo que no sé es dónde se va a encontrar el standard que
permita determinar cuál sea la primera, cuál la más urgente, cuál la medida
en que deban cumplirse.
No; perdónenme los
sociólogos del Reformismo. No creo en las soluciones simplistas.
Creo que las fórmulas de nuestro antiguo credo han fracasado. Creo que las
nuevas fórmulas se están elaborando lentamente en el crisol de la
post-guerra; y que lo que cabe conservar íntegra, es la aspiración a
la justicia, con más libertad necesaria para trabajar empeñosamente, dentro
del orden, por el ensayo sincero de las posibilidades que así
es dable determinar.
Insisto en que sería
interminable la explicación, como difícil para elReformismo aclarar
todas las necesarias retractaciones que su "Programa"
supone, comparado con el decálogo ácrata del "Centro Germinal".
Ahorqué, pues, los hábitos
rojos. Quedemos en que otros se encargarán de explicar las bajas razones que
me movieron, y en que me impondrán, con su ira o su desdén, las sanciones
aplicables al caso.
Señores jueces: permitid que
en el banquillo, frente a vuestro pendón rojo, enclave erguido mi pendón sin
odios.
MIRA Y PASA
Hagamos política, aprendamos
a hacerla del modo adecuado a las exigencias espirituales de nuestros
tiempos. Hay una nobilísima forma de hacerla que consiste simplemente en
ampliar, ennobleciéndolo, el significado de una común expresión de pobre
apariencia: formar opinión. Aprendamos y contribuyamos a formar
opinión. A favorecer y estimular todas las actitudes, situaciones, propicias
al desarrollo e intercambio y aún al choque de las opiniones, que es decir, a
la independencia y majestad de su vida. Colaborar en la formación de
corrientes de opinión, promover y facilitar su encauzamiento, ya defendiendo,
ya combatiendo opiniones. Combatir también es un modo de ahondar y limpiar
cauces, y combatir hidalgamente, el modo mejor. Opinar, auxiliar al
florecimiento y la fructificación de las opiniones. Ésta tan humilde norma de
una política, conduce a la organización y manifestación de lo que de veras
cabe llamar conciencia social, asiento y yacimiento de aspiraciones e ideales
de civilización, sin las cuales carece de contenido, dentro del mundo, la
vida de un pueblo.
Vivimos en un país todavía
instintivo con algo de horda, donde es imperioso aprender a pensar, cumplir
el "deber moral de ser inteligente". País expuesto a que el hambre,
el miedo y la ignorancia, lo despeñen en el oprobioso entusiasmo del 27 de
Enero, símbolo ya de la carencia de civismo, tanto en la muchedumbre
menesterosa de luz y de pan, como en el orondo primate sin virtudes públicas.
Porque no habremos de importarle a un pueblo el crimen de lesa civilización
en que solo alcanzó a ser inconsciente encubridor de sus guías más ilustres:
Cincinatos de arcilla. Mas, si no la responsabilidad de ése, sé conserva
inalterada la capacidad de encubrir acaso otros mayores, que no dejarán de
amenazarlo desde la conciencia de los hombres que cometieron aquél. Ahora
bien, de tal capacidad solo redime la luz, freno de oro a la boca procaz de
la democracia, que dijera Lugones, y que nosotros diremos prueba de fuego
donde hombres y pueblo se purifican. Opinar pues, iluminar, consumir el
instinto, como un aceite, para que vierta de las entrañas luz de redención,
de conciencia, ya que esta es verdad aún en el error, como puede ser justicia
la venganza cuando el acero tiranicida liberta un pueblo.
Opinar, en cierto sentido,
esto es la civilización. Un conjunto de opiniones: esto es la historia.
Opinar y enseñar a opinar: tal la función de la Escuela, de la Iglesia, de la
Ciencia, etc. Diversas formas y objetivos de la opinión, mas ésta en lo
hondo, como un estrato subterráneo que todo lo asocia y lo comunica con una
necesidad vital del Universo. Opinión que es dogma, opinión que es conducta,
opinión que es amor, que es fe, pero todo opinión.
Si bien queremos aludir a
algo más sencillo, elemental, digamos: la opinión que damos a propósito de
cuanto ocurre a nuestro alrededor. La cotidiana opinión sobre todos los
temas, irreflexiva o meditada, ignara o docta, airada, tímida o desleal.
Suele ser loca de atar y la condenan los moralistas, la desdeñan los
pensadores, la excluyen los sabios, pero no obstante nutre pródigamente a
morales, ciencias y filosofías. Por ella se asciende, pues, y
alto, ya que elevándose nos eleva; y aunque por ella se desciende también, no
solo puede arrastrarnos sino libertarnos del peligro de las cumbres cuando
las fustiga la tempestad. De las cimas nos baja en caballo alado.
Opinar, pues, y prodigar
alfalfa de opiniones a la voracidad aborregada de la callejera opinión, que
hartándose de luz querrá devorar estrellas y aprenderá a comer margaritas.
Contribuyamos a formar opiniones, es decir,
interesémonos, actuemos
Omar Dengo Maison. Ensayos Críticos: Los Patillos, Pesimismo, Mi
anarquismo claudicante, Mira y pasa.
By Benedicto Víquez Guzmán
LOS PATILLOS
En estos tiempos ha habido
ocasión de hablar mucho acerca de los "patillos", - que acaso no
sean los mismos pintorescos conchos de Aquileo-. Pero poco nos hemos
preocupado por comprender realmente qué significan dentro de la vida
nacional. Y lo que más nos importaría conocer, quizá se ha manifestado a
plenitud en los acontecimientos que han dado pie a que anden los
"patillos" de lengua en lengua. Los más se han conformado con reír
sabrosamente a costa de ellos; otros han anotado lo que solemos llamar su inconsciencia,
ya lamentándola, ya para reprochárselos despectivamente. Mas lo que hace
falta y con urgencia, la actitud inquisitiva, la preocupación, el ánimo de
acción la determinación de determinar y afrontar problemas, - todo eso, de
donde se originan las empresas de construcción cívica y social,
todo apenas si asoma tras un raquítico florecer de observaciones.
Y a nadie parecerá osada ni nueva la afirmación de que los
"patillos" plantean ante el país el mayor problema. Porque
ellos constituyen el país; porque son la materia con que se va construyendo,
la fuente primordial de sus fuerzas vivas; la substancia y al tiempo el poder
que la plasma y la conforma a un plan. Hay un grave error, muy peligroso, en
imaginar a la masa campesina como algo adherido simplemente a la vida urbana
y sin contactos íntimos, profundos, con ella; sin capacidad determinante, -
en todas direcciones- de las formas que aquella afecta. Es precisamente tal
error el que se ha hecho palpable en los acontecimientos recientes.
Vengo viviendo entre
"patillos" desde principios del año y algo de cerca los he mirado.
Mucho, a través de sus hijos, éstos que al amparo del tiempo serán si no
patillos, cosa semejante, a la cual, en su hora, le dará el nombre
conveniente, sabia e irónica, la observación popular. He visto al padre, al
peón, al ciudadano, al hombre, superficialmente sin duda, pero tal vez en una
amplia superficie.
He visto a ñor Juan
Portugués, octogenario jugador de gallos, gran conversador y a quien
agradezco el encargo de llevarle su correspondencia y
contabilidad; a Ramón Rojas, petrimetre del caserío, que adorna el
sombrero con una pluma de pavo real; a don Raimundo, de cepa de patriarcas,
padre de una buena chiquilla que me obsequia margaritas; a Florinda, Débora y
"demás muchachas del barrio", a los mozos afamados, a la comadre
que heredó los menesteres y secretos de la Celestina, a Pancha, el vagabundo,
a ñor Nicolás, el avaro: en suma, toda una población tica de peones que vive
a la sombra del cafeto como éste bajo los guamos. Y he escudriñado con cierta
devota curiosidad los repliegues de su alma en busca de mi país.
¿Qué sé de todo ello?
Limitaríame a declarar que ignoramos totalmente a los "patillos";
los que pretenden haberlos observado y nos mienten una "Psicología del
campesino costarricense", son quizá los que más profundamente los
ignoran. Aquileo, González Zeledón, García Monge, han visto, es decir, han
sentido, pero no basta su obra a proyectar la visión de esta callada
tragedia. E ignorarlos es ignorarnos; ignorar la historia, desconocer la
actual situación y carecer aún de un presentimiento siquiera elemental acerca
del porvenir del país. Y esta ignorancia acarrea incapacidad del
adiestramiento para el progreso, vale decir, incapacidad de educación y por
lo mismo, de autonomía. Esa ignorancia explica, en mucho, que la actuación de
los más aptos gobernantes haya sido superficial, sin arraigo en las entrañas
de la nación, la cual, en un ambiente de civismo propicio a la libertad, ha
podido conservar, con el ardor primitivo, la indígena sumisión al cacique. La
empresa civilizadora se ata a todas las probabilidades de fracaso mientras
por ignorar al país se mueva, como hasta ahora, por un impulso ciego a las
reales y vivas necesidades, ciego ante los verdaderos problemas. Y el país
como sin exageración hemos dicho, lo constituyen los "patillos".
Por todo lo cual conviene
insistir en la necesidad, en el deber de estudiarlos. Estudiarlos de cerca,
dentro de las perspectivas de su vida, en sus hogares y faenas, en las
relaciones en que los comprende la vida pública; estudiarlos sinceramente y
con ánimo de hacer historia viva,folklore dinámico, no
documentación de archivo ni colección de museo, sin deformar sus hábitos y
costumbres, sin exagerar o mutilar sus creencias y gustos, sin suplantarlos
ni disecara en diccionarios pedantes su lengua. Crear, vigorizar y
renovar los medios de comunicación directa con el alma campesina. Dejar de
imaginarla y mentir; romper la tradición de observaciones y
generalizaciones estereotipadas: todo aquello, tan vacío, de
"nuestro pueblo", adjetivado al capricho de interesados y
momentáneos entusiasmos. Todo eso es literatura de Congreso y de
"editorial", que es decir, por lo común, lastre, peso
opuesto al vuelo de las ideas, al decurso y encauzamiento de las
constructoras corrientes de opinión.
Otra que concierne a los que
presumen de interesarse por el bien público, a los pintores de costumbres, a
los historiadores, a los que enseñan geografía e historia patrias, a los
maestros, a los que pretenden hacer política de ideal, etc. En cierto modo,
de preferencia a los maestros, porque a la escuela incumbe directamente la
formación del espíritu cívico, y porque es una tarea de reconstrucción, lo
primero sería rectificar la escuela rural, para sustituir las instituciones
simuladas con que hemos venido engañándonos. Obra, además, urgente, porque no
en vano esperamos oportunidades a que atribuimos la posibilidad de provocar
transformaciones nacionales.
Rastrear, buscar al país en
la vida de "patillos" y a éste en aquella, donde su sangre es la
sabia con que concurrimos a la florescencia de este milagroso árbol del bien
y del mal: la civilización.
PESIMISMO
Lugares comunes son los que
a este propósito podemos decir. Pero hay lugares comunes que conviene repetir
frecuentemente.
No hagamos jamás confesión
de pesimismo, ni siquiera tácitamente, y perdónese el tono dogmático de tal,
recomendación. No le demos al pesimismo, declarándolo, oportunidad de
enriquecer su fuerza. Nos daña a nosotros y daña a los demás. Es fuerza
destructiva, tremenda. Como los monstruos que engendra el miedo en la
imaginación de los niños y que crecen o se multiplican en la sombra, en la
medida en que el miedo crece, así, a costa de su afirmación, aumenta el
pesimismo.
Es a manera de una
tuberculosis moral contra la cual hay que luchar vigorosamente. Y quizás
realmente sea peor que una verdadera tuberculosis. Recientemente hemos leído
una serie de opiniones de médicos a los cuales les parece que entre las
causas del cáncer figuran los estados mentales que suponen depresión.
Como actitud filosófica
puede ser explicado dentro de ciertos estrechos límites. Algo hay en él del
dolor del pensamiento en presencia de las cumbres inaccesibles. El
pensamiento sufre por la ausencia de las alas. Hay algo en ello del sentimiento numinoso que
dijera Rodolfo Otto. Pudiera ser lo numinoso en el pesimismo aquello en que
éste se expresa como desconfianzas que es más bien desesperanza o desencanto,
en la cual hay, para llenarla de dolor, una copa vacía. En aquellos místicos que
hacen del dolor su plegaria y así en consuelo, la copa se convierte en cáliz.
Grandes vidas, grandes
liras, sufrieron a veces dolores tan hondos, de tan sutil naturaleza, que o
no pudieran comprenderlos o no pudieran soportarlos. No a todos les dio la
vida aquellas fortalezas de quienes emprendieron a sacar de su dolor su obra
y su gloria. Miguel Ángel o Beethoven, por ejemplo.
Acá, en la menuda vida de
todos los días, quien busca las fuentes del pesimismo suele encontrarlas en
el terreno de lo patológico, y rompe así las más románticas ilusiones con un
escalpelo cruel. Cansancio, desarreglos metabólicos, neurastenia, etc., -dirá
a veces el médico; el endocrinólogo se empeñará en advertir trastornos del
funcionamiento glandular; el psicoanalista querrá encontrarlo en la historia
brumosa de la vida subconsciente. ¿Aciertan? ¿No aciertan? Cuestión de
debatir, extensa y complicada. No falta quien hable del temperamento
pesimista, ni quien lo atribuya a la influencia estelar.
Difícilmente hay en nuestros
días un tema cuyo desarrollo haya conseguido mayor difusión que el combate
contra el pesimismo. Abundan las escuelas y cátedras de optimismo, sobre todo
entre los americanos del Norte. Ellos hicieron famoso a Emilio Coué y como
éste, hay más de cien mil en aquél país. Se diría que el optimismo representa
una de las urgencias de la época. O para hablar en la lengua de aquel raro
Mack Stauffer, que el optimismo concuerda con una de las urgencias cósmicas
de nuestra época. El simbolismo del hombre fuere, dominador, agresivo, que
domeñó su voluntad, que conquistó el miedo, que pasa por sobre la duda, que
posee inalterable confianza en el porvenir, que sonríe en la seguridad de la
victoria de sus aspiraciones, es hoy símbolo constante. Son discutibles las
finalidades, especialmente cuando las señalan los yanquis; oro, oro, poder.
Pero la actitud quizás no sea igualmente discutible. Al contrario:
aconsejable.
Se ha dicho que existe el
deber moral de ser inteligente. Parece que más claro el deber de ser optimista.
En el peor de los casos sería una regla de buena higiene.
En el caso de Costa Rica, a
los que han viajado, a los extranjeros, les hemos oído decir que es un país
de gente triste, de gente perezosa, de gente pesimista. Terribles
combinaciones. De ser ciertas, siquiera en escasa porción, sería urgente l
tarea de combatirlas con la mayor energía. Habría que poner a contribución
todos los medios de favorecer la eclosión del optimismo. Es posible el
esfuerzo. Eufrasio Méndez indica los deberes que en ese sentido puede tener
la escuela pública. Está bien, pero no olvidemos que ella misma se encuentra
rodeada de un mar de circunstancias depresivas, contra las cuales, -hija del
ambiente como es- poco puede hacer. Mas, debe hacer todo lo que pueda.
Tenemos que contar con la
cooperación de los hombres de más capacidad para influir en las opiniones,
con los hombres públicos, con los altos funcionarios, con los escritores, con
la prensa.
Se ha acusado de pesimismo
al señor presidente. A veces parece ser pesimista, en realidad, seguramente
por su deseo de que los hombres e instituciones ostenten una vida digna de un
país grande. Pues bien: juzgamos que un Presidente no debería dar nunca la
impresión de ser pesimista. Que hable de las grandes dificultades, de sus luchas,
de sus derrotas íntimas, de sus ensueños rotos, es conveniente, porque todo
ello contiene enseñanza, pero ojalá que pueda hablar siempre de tal modo que,
por encima del turbión de amarguras, resplandezca la esperanza. No tienen
siempre idea los Presidentes de cuánto pueden influir sus palabras en el
criterio de los ciudadanos. ¡Cómo andará la República, -decían el otro día en
las calles- cuando el mismo Presidente no cree en ella! Porque al Presidente
se le atribuyen siempre dones maravillosos: todo lo sabe, todo lo ve, todo lo
puede.
Y cuando el Presidente es el
señor Jiménez, es mayor la razón para reconocer su influencia y mayor la
razón para atribuirle dones excepcionales: el país ha sentido la presencia de
ambas cosas. Es pues mayor la razón, también, para desear que sus palabras
aporten fe, como aportan luz.
¿Qué les amarga el ánimo a
los Presidentes, qué les infunde desconfianza? Lo sabemos: los planes rotos,
las mentiras, los fraudes, las ineptitudes, las groseras ambiciones, -toda la
turbamulta de errores, intereses y pasiones que desde su altura contempla un
mandatario. ¿Quién en su posición, por oscura que sea, no mira un espectáculo
semejante proporcionado a la altura desde la cual contempla el contorno? Pero
¿no es que solo ese espectáculo puede mirar? Al frente se extiende el otro:
el de los aciertos, el de los esfuerzos generosos, el de las luchas honradas,
el de las aspiraciones limpias, el de las vidas ejemplares, el de la
cooperación desinteresada?
Y, además, tendríamos que
convenir, deponiendo vanidades, -pues no hay otra manera de ser sinceros- en
que es perfectamente posible que mucho de lo que en torno nuestro se revela
como fracaso o como obstáculo, sea simplemente la sombra que nosotros
proyectamos, o la consecuencia, en parte, de nuestra propia obra, por mucho
que hayamos querido y deseemos realizarla con nobleza y diestramente.
Por lo común fundan sus
afirmaciones los Presidentes en la observación de las masas, y a éstas les
acontece precisamente o opuesto: fundan sus afirmaciones e inspiran sus
actitudes en la observación de los gobiernos. Se dice que no es lo
mismo ver las cosas desde arriba que verlas desde abajo. Si tal razón existe,
tanto vale para aplicarla en un sentido como en el inverso. Y tratándose de
saber quién puede ver más, probablemente llegaríamos a sostener que los
hombres situados en las alturas. Y más todavía, si esos hombres tienen la
altura en sí mismos, es decir, en su propia visión superior.
En ningún caso debería
justificar el desencanto a la inacción. Las lamentaciones son
justificables, desde este punto de vista, por la experiencia que contienen.
Una vez recogida la experiencia, es decir, convertida en luz la amargura, hay
que aplicar la luz para buscar los rumbos y seguir adelante.
Felices seríamos los
pequeños hombres, los hombres oscuros que vivimos consagrados a modestos
menesteres, si pudiéramos disponer de las fuerzas que tienen a su alcance y
en la mano los hombres superiores. Con solo el respeto, con la simpatía que
un Presidente mueve, es posible, sobre todo, si el hombre es grande, trazar
carriles fecundos de acción constructora. Las medianías se moderan en su
indiscreción, las cobardías se refrenan, las ansias voraces de lucro se
contienen, los intereses ruines disimulan su lucha, los odios se limitan,
todo cede algo de su fuerza enfrente del hombre grande. En cambio, lo noble,
lo generoso, lo que es capaz en alguna manera de destellar, acentúa en
presencia de ese hombre su entusiasmo y su actividad, porque siente el
estímulo, porque siente el apoyo, porque encuentra la justificación de su
esfuerzo.
Todos somos grandes en
cierta medida y en alguna dirección. Algo hay en nosotros siempre dotado de
grandeza: una habilidad, un deseo, un hábito, un ejemplo, un pensamiento.
Algo hay siempre. Y siempre hay cerca de nosotros alguien en quien nuestra
modesta grandeza puede reflejarse para ser impulso o ser lección. La simple
palabra cariñosa que ahora le digo a mi niño mientras pongo en su hombro mi
mano, es toda una espléndida fuerza creadora. El niño sonríe. En ese momento,
la vida tiene para él un matiz, al menos, de sus grandes alegrías de Navidad.
Y la sonrisa sirve de pretexto para que le llegue al corazón un rayo de
sabiduría.
MI ANARQUISMO CLAUDICANTE
Ojalá pudiera florecer mi
vida en las bellas excelencias que se me atribuyen.
Con muy poco más vengo a ser
yo, en el concepto exagerado de La Prensa, el fundador del Partido
Reformista. Sus ideas, dicen ellos, nacieron en gran parte de una siembra
que hice yo, años atrás, en elCentro Germinal. Siembra fecunda a lo
que parece. Solo que fueron muchos los sembradores y mis manos apenas si dejaron
caer alguna simiente.
La simpatía con que se me
honraba, no obstante ser escasa mi edad y excesiva
mi ignorancia, me permitía ser oído por los trabajadores. Y, es
claro, cuando advertía que mi opinión tenía ante ellos un prestigio, la
vanidad o el entusiasmo, -no lo sé bien- le daban a mi voz la entonación de
la voz del maestro. Pero esta voz no se levantó nunca para
enardecer las concupiscencias del instinto, sino que siempre se
esforzó por llegar en lo alto, como un penacho, una idea. Si algo hice, más
pretendí enseñar que intenté exaltar pasiones. Y si alguna vez acaricié los
leopardos de la pasión, nunca fue para uncirlos al carro de mis egoísmos. No
rehuí tampoco las más graves responsabilidades, no esquivé los riesgos, no
negué los sacrificios. Modesto todo, si se quiere, pero todo generoso. Toda
mi primera juventud, con su ardor de fuego, estaba allí palpitante y bella,.
Ella se expandía en una
vasta ansiedad de luz, y su sed se llenó con el fulgor rojo de aquel fuerte
pensamiento demoledor que agitaban los Kropotkine, los Gorki, Luisa Michel y
cien príncipes más de la Revolución Social. Era la hora del anarquismo en el
mundo y las más fuertes juventudes empuñaban el pendón rojo. En el
continente, los Lugones y los Ingenieros, en la Montaña, nos habían dado con
Ghiraldo y Ángel Falcó, el ejemplo.
¿Qué hice yo allí? Leer,
pensar, soñar, amar la justicia y la libertad; crecer y, lo confieso, hasta
blasfemar. En el fondo, buscar en mi conciencia, poblada de lampos rojos, al
hombre que en mí pudiera servirle a su país, sencillamente, en el corazón de
los humildes entre los cuales nací con el dolor con que tantos de ellos
vienen al mundo.
Y hubo momentos
preñados de tempestad. El país no se daba cuenta de aquella
silenciosa ebullición de ideas, que era como una colmena en mitad de la
pampa. Pero, sin embargo, pudo haber estremecido al país. Las audacias
llegaron a ser muchas, las responsabilidades gravísimas, y solo la
casualidad, oportuna y sabia, pudo evitar a veces que de las ideas surgieran
las llamaradas. ¡Bárbaro error! Mas no ha llegado ni llegará nunca, por mis
labios, la voz delatora de las revelaciones.
¿Qué hacían mientras tanto
los más de los trabajadores y qué hacían muchos de los que más cerca de mí
estaban? Aquéllos, combatirnos, éstos, salvo muy raras excepciones,
desconfiara y dudar, en la creencia de que la gestión de los que predicábamos
buscaba arteramente alguna prebenda. Don Omar, como me llamaban, quería ser
Diputado. Como se el camino, en aquellas circunstancias, hubiera podido ser
ellos. El camino estaba claramente trazado en el seno de las Directivas de
los Partidos Políticos. No en aquello que iba contra esto. La vida que
después he hecho les ha demostrado que no buscaba curules.
Pero, desgraciadamente, ésta
ha sido una característica de la actitud de nuestros trabajadores, en la
mayoría de los casos. Si alguien los llama para servirles, es que quiere
engañarlos; si los llama para servirse de ellos, entonces acuden sin
vacilaciones. Uno tras otro, casi todos los hombres que aspiran a ayudarlos
en la solución de sus problemas, han terminado por alejarse de allí
maltratados y desencantados. Y no se diga que a tales hombres les faltó fuerza
para sobreponerse a las desilusiones, sino que les faltó ambiente para
construir una obra útil. Las dificultades primeras suelen presentarse una
vez que para plantear los problemas como realmente son, hay necesidad de
apelar a la franqueza y declararle a los trabajadores cuáles son
sus derechos, pero también cuáles sus deberes; cuáles sus méritos, pero
también cuáles sus defectos; cuáles sus aspiraciones legítimas y cuáles las
bastardas.
¡Cuántos de los reformistas
pertenecieron al Centro Germinal! ¡Cuántos lo combatieron!
¡Cuántos fueron desleales! ¡Y hoy todos vienen a reclamarme mis palabras de
entonces!
Si me diera por preguntar
concretamente cómo se justifican las actitudes de mis compañeros, en
diferentes ocasiones posteriores a la muerte del Centro, no terminaría en
pocos momentos la ingrata tarea. Mas nunca he querido empequeñecer mi mente
en la búsqueda estéril de contradicciones a las cuales imputar... Abandoné
la tribuna del taller y vine hacia la tribuna del aula, a servir a los humildes. Los
puestos, puedo demostrarlo, no los solicité. Me llamaron a ellos. Comencé a
trabajar con un sueldo de treinta colones y si hoy recibo uno que puede
juzgarse lujoso no lo pedí, que lo pidió para mí un grupo de profesores. Y
cuando ha habido que trabajar sin sueldo, así he trabajado. Con la misma
devoción con que trabajo, en posición ostentosa, en la Escuela Normal,
trabajé en posición oscurísima, en la escuela primaria de la Caja.
Mal aquí y mal allá, no lo
dudo. Lo que no logro encontrar son los rastros de la conveniencia. Si otros
los encuentran, pues que se deleiten convirtiéndolos en escarnio. No les
envidio la faena.
Dos veces he tenido en mis
manos la Dirección del Liceo de Costa Rica y dos veces he preferido la que
ahora desempeño, dando por razón que prefiero trabajara al servicio de los
hijos de los obreros y de campesinos que desde todos los
ámbitos vienen a la Escuela Normal. Y dentro de ésta, nada me
satisface más que lo de saber que la señorita más rica y más distinguida y el
varón más pobre y de más modesto origen, en mi espíritu son hermanos.
Y cambié de ideas en otro
sentido. Llegué a creer que el odio y la violencia, la bomba y la daga, y la
llama, no resuelven nada. Nada que pueda ser permanente.
Llegué a creer también que
redimir al hombre de la miseria, sin redimirlo de la pasión, y del vicio y de
la ignorancia, no es ninguna seria solución de ningún problema.
Como llegué a
creer que el mal más hondo, el profundo mal donde se forja la tragedia
humana, no radica en la diferencia entre ricos y pobres, sino que arraiga
tenazmente en la actitud del espíritu la cual, para mí, está determinada por
designios cósmicos que no conocemos. Para mi pobre misión de ahora, el
problema está en si el miserable o el potentado tienen el corazón
independientemente de si poseen bienes, atado a los impulsos del egoísmo, de
la avaricia, de la crueldad, del mal, en suma.
Pero interminables se
tornarían estas palabras, si hubiesen de explicar todas las mutaciones de mi
criterio y las amplias razones que las motivaron.
Es verdad que el régimen
capitalista está cargado de yerros, pero no lo están menos los sustitutos
revolucionarios. Y en ambos sistemas, a más del error, suele haber infamia.
Ni Philip Snowden, en el Parlamento Inglés, ni Clemenceau ni Mussolini,
tienen en la mano la clave de los destinos humanos. La cadena puede responder
a una verdad, con su estridencia, tenebrosa, como la tea puede responder a
una verdad, con su fulgor libertario; pero ni aquélla mantiene atada, ni ésta
ostenta encendida a la definitiva verdad subyacente en las naturales
necesidades de donde los conflictos sociales emanan.
La dictadura del
proletariado, apenas es el régimen capitalista invertido. Si
remedio de un instante, remedia entonces el mal transitorio. Si doloroso
comienzo necesario de una permanente transformación, no hay experiencia
social ninguna, en el curso de la historia, no hay fundamento en lo que de la
sociedad se sabe, que autorice a confiar en los resultados de aquel
desarrollo, ni garantía de que la pretendida permanencia pueda constituir una
realidad.
Son hermosos, no obstante,
los leones de Lenin desgarrando sin piedad las entrañas del zarismo.
Bárbaros, a veces, a veces iluminados, mitad bestias y mitad profetas, no dan
hasta ahora ejemplo, sino de lo que puede la garra, pues de la sangre que
ella derrama no logra todavía brotar la luz. El caso de Rusia no
puede ser ejemplo ni lección. Si el soviet es algo ideal, sus supremas
bellezas se pierden en medio de tanto monstruoso horror. Y si fuera
la verdad absoluta, solo por ser sangrienta valdría la pena negarla. El
Dios de Moisés era Dios y en nombre de Dios lo negó Jesús.
Creo como ayer que los
intereses del obrero y más que éstos, mucho más que éstos, los del campesino,
deben merecernos una intensa atención, fervorosa y leal. Mas no que sus
problemas se remedien con repartir las tierras del señor Soto o los caudales
del Sr. Keith. Con estos bienes se pueden hacer obras de caridad a lo sumo.
Lo que no sé es dónde se va a encontrar el standard que
permita determinar cuál sea la primera, cuál la más urgente, cuál la medida
en que deban cumplirse.
No; perdónenme los
sociólogos del Reformismo. No creo en las soluciones simplistas.
Creo que las fórmulas de nuestro antiguo credo han fracasado. Creo que las
nuevas fórmulas se están elaborando lentamente en el crisol de la
post-guerra; y que lo que cabe conservar íntegra, es la aspiración a
la justicia, con más libertad necesaria para trabajar empeñosamente, dentro
del orden, por el ensayo sincero de las posibilidades que así
es dable determinar.
Insisto en que sería
interminable la explicación, como difícil para elReformismo aclarar
todas las necesarias retractaciones que su "Programa"
supone, comparado con el decálogo ácrata del "Centro Germinal".
Ahorqué, pues, los hábitos
rojos. Quedemos en que otros se encargarán de explicar las bajas razones que
me movieron, y en que me impondrán, con su ira o su desdén, las sanciones
aplicables al caso.
Señores jueces: permitid que
en el banquillo, frente a vuestro pendón rojo, enclave erguido mi pendón sin
odios.
MIRA Y PASA
Hagamos política, aprendamos
a hacerla del modo adecuado a las exigencias espirituales de nuestros
tiempos. Hay una nobilísima forma de hacerla que consiste simplemente en
ampliar, ennobleciéndolo, el significado de una común expresión de pobre
apariencia: formar opinión. Aprendamos y contribuyamos a formar
opinión. A favorecer y estimular todas las actitudes, situaciones, propicias
al desarrollo e intercambio y aún al choque de las opiniones, que es decir, a
la independencia y majestad de su vida. Colaborar en la formación de
corrientes de opinión, promover y facilitar su encauzamiento, ya defendiendo,
ya combatiendo opiniones. Combatir también es un modo de ahondar y limpiar
cauces, y combatir hidalgamente, el modo mejor. Opinar, auxiliar al
florecimiento y la fructificación de las opiniones. Ésta tan humilde norma de
una política, conduce a la organización y manifestación de lo que de veras
cabe llamar conciencia social, asiento y yacimiento de aspiraciones e ideales
de civilización, sin las cuales carece de contenido, dentro del mundo, la
vida de un pueblo.
Vivimos en un país todavía
instintivo con algo de horda, donde es imperioso aprender a pensar, cumplir
el "deber moral de ser inteligente". País expuesto a que el hambre,
el miedo y la ignorancia, lo despeñen en el oprobioso entusiasmo del 27 de
Enero, símbolo ya de la carencia de civismo, tanto en la muchedumbre
menesterosa de luz y de pan, como en el orondo primate sin virtudes públicas.
Porque no habremos de importarle a un pueblo el crimen de lesa civilización
en que solo alcanzó a ser inconsciente encubridor de sus guías más ilustres:
Cincinatos de arcilla. Mas, si no la responsabilidad de ése, sé conserva
inalterada la capacidad de encubrir acaso otros mayores, que no dejarán de
amenazarlo desde la conciencia de los hombres que cometieron aquél. Ahora
bien, de tal capacidad solo redime la luz, freno de oro a la boca procaz de
la democracia, que dijera Lugones, y que nosotros diremos prueba de fuego
donde hombres y pueblo se purifican. Opinar pues, iluminar, consumir el
instinto, como un aceite, para que vierta de las entrañas luz de redención,
de conciencia, ya que esta es verdad aún en el error, como puede ser justicia
la venganza cuando el acero tiranicida liberta un pueblo.
Opinar, en cierto sentido,
esto es la civilización. Un conjunto de opiniones: esto es la historia.
Opinar y enseñar a opinar: tal la función de la Escuela, de la Iglesia, de la
Ciencia, etc. Diversas formas y objetivos de la opinión, mas ésta en lo
hondo, como un estrato subterráneo que todo lo asocia y lo comunica con una
necesidad vital del Universo. Opinión que es dogma, opinión que es conducta,
opinión que es amor, que es fe, pero todo opinión.
Si bien queremos aludir a
algo más sencillo, elemental, digamos: la opinión que damos a propósito de
cuanto ocurre a nuestro alrededor. La cotidiana opinión sobre todos los
temas, irreflexiva o meditada, ignara o docta, airada, tímida o desleal.
Suele ser loca de atar y la condenan los moralistas, la desdeñan los
pensadores, la excluyen los sabios, pero no obstante nutre pródigamente a
morales, ciencias y filosofías. Por ella se asciende, pues, y
alto, ya que elevándose nos eleva; y aunque por ella se desciende también, no
solo puede arrastrarnos sino libertarnos del peligro de las cumbres cuando
las fustiga la tempestad. De las cimas nos baja en caballo alado.
Opinar, pues, y prodigar
alfalfa de opiniones a la voracidad aborregada de la callejera opinión, que
hartándose de luz querrá devorar estrellas y aprenderá a comer margaritas.
Contribuyamos a formar opiniones, es decir,
interesémonos, actuemos
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